Se trata de un puente azul sobre la NVI. Un viejo puente de
esos que parecen robustos pero a la vez, en ocasiones, se mecen mansamente al
compás de nuestros pasos. Dex y yo lo cruzamos a menudo cuando salimos a pasear
y desde hace un tiempo, independientemente de la estación, he podido observar
que un gran número de abejas terminan allí. En ese suelo azul.
A veces yacen muertas sobre el acero, en otras ocasiones
todavía se perciben en ellas pequeños movimientos que anuncian un final
inminente. Cuando es así, cuando parecen agonizar, no puedo evitar pisarlas y
al hacerlo siento esa absurda sensación de estar librándolas de un sufrimiento
innecesario. De darles esa eutanasia que, muchas veces, se nos niega a los hombres.
Las abejas nunca mueren en sus colmenas. Siempre se alejan
cuando saben que se acerca su final. Se trata de una medida simplemente
higiénica que a mí se me antoja romántica en el sentido no amoroso de la
palabra. Como si fuesen viejos guerreros samuráis cuya honra los empuja a
desaparecer para que no haya testigos de su decrepitud.
Nada de esto explica, sin embargo, por qué terminan
precisamente aquí, en este puente azul, frio y desconchado.
Sé que, en consonancia con el resto del blog, habría sido
más coherente volver de las vacaciones con el Gamonal, darle otro repaso a la
ley del aborto o quizá hablar de la muerte de Ariel Sharon. Pero entre tanta
información y tanta indignación que pocas veces logra su fin, esto se me ha
antojado hoy mucho más interesante.